USO DE LA PALABRA
USO DE LA PALABRA
Utilizar bien nuestro amplio vocabulario no es solo cosa de la corrección gramatical o semántica, es también saber cuándo y en qué momento hay que colar una palabra. Cada una de ellas tiene su hueco, del mismo modo que no aplicamos coloquialismos en entrevistas de trabajo o con nuestra familia más próxima, tampoco es aconsejable usar cultismos en ámbitos más distendidos o con colegas con los que sales a pasar un rato.
Ello implica no pocas complicaciones. Y hasta no pocas confusiones posibles. Sin norma fija, sin derrotero cierto, en la errancia de su propio (y humanísimo) devenir, las aguas de la escritura poética están hoy libradas a su propio nivel, es más, a sus propios contornos y a sus propios vasos comunicantes. Por eso, quizás, y por supuesto no sólo en estos tiempos, sino en realidad desde hace mucho tiempo ya, la poesía y los poetas han llegado a ser objeto de estudios que quisieran hacer de ella una materia científica o racionalmente mensurable y cuantificable, con los riesgos que son de imaginar, y a veces también con los altos hallazgos conocidos, pero que no pocas veces naufragan en su intento —cuando la intención es demasiado ambiciosa— u obtienen sólo fugaces victorias a lo Pirro (cuando es modesta o sensata la ambición). Esos intentos suelen ser encarados también por poetas, es decir por creadores de la misma materia que se juzga, y aunque no se lo puede considerar como una ley, resulta fácilmente aceptable coincidir en que para la mayor parte de los casos los resultados de sus afanes son, por lo general, cuando se logran, más fecundos y menos deletéreos que los de otros.
Por aquellos felices tiempos presocráticos —de los que siempre el inmenso Heráclito, pero también Empédocles, Parménides o Zenón, por ejemplo, serán resplandeciente paradigma— en que aún no se había dividido a la filosofía y a la poesía como dos compartimientos estancos, separados, con dominios distintos y casi impenetrables entre sí, tampoco podría haberse asumido esa escisión, como desgraciadamente después llegó a ocurrir, "profesionalmente". El logos griego era al mismo tiempo palabra, verdad y realidad, y no se limita ni se parcializa sino que por el contrario se abre, se expande, se mantiene disponible (conservándose uno) para la diversidad, para el cambio.
Algo de eso hay en la forma parábola elegida por Cristo y, para otras religiones, en los textos jasídicos o sufíes, sin que se pueda aquí olvidar en absoluto al zen. La idea o su razonamiento no son presentados en forma discursiva, lineal, pretendidamente descriptiva, sino que se encarnan en la mismísima llama del lenguaje vivo, como una evidencia y no como una disquisición. Algo acerca de lo cual las modernas y recientes investigaciones científicas sobre el lenguaje han venido a traer un cuasi inesperado, insospechado aporte. Aquella escisión de que hablábamos se mantiene como una herida abierta a todo lo largo del derrotero de la cultura occidental. E intentó —y logró— ser soldada una y otra vez por las grandes individualidades o los grandes movimientos de la poesía.
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